miércoles, 10 de octubre de 2007

Acuarela imaginaria de una mujer sin sombrero -pero con unas uñas...
Cae la tarde, vencida. Comienza la noche. En la madriguera el ritual de la cacería empieza de nuevo. Milenario, interminable. Siempre igual, pero distinto. La mujer pantera escoge el disfraz. El espejo devuelve imágenes variables. "La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre, es la única..." dijo Borges. Maquillaje de sombras. Reducir al mínimo el filo de la mirada, los gestos de la fiera salvaje. Así va escogiendo las armas, hasta quedar cubierta con el velo del enigma. -la víctima, antes de caer en estertores agónicos, se regocijará ingenuo, descifrando los artificios, los ardides, el engaño.
El pulso late sereno, felino. Calcula llegar a la fiesta con algún retraso. Las sonrisas de estilo, los saludos de rigor. Ritmo cadencioso que envuelve. La hipnosis rítmica suficiente para ocultar el merodeo bajo una lluvia de luces psicodélicas y música caliente que caldea las feromonas.
Es preciso escoger el ejemplar adecuado. El rebaño, zonzo, no sospecha. Entrada con nueces y cerezas, pollo relleno y helado con obleas. Un poquito de alcohol para encender las mejillas. La selección es lenta. Delicada. Generalmente las que yerran, inexpertas, lo hacen en esta parte. Se precipitan, se muestran antes de tiempo. No hay que sacar del fuego la comida si no está lista. Tampoco, que se pase. Ella lo sabe. Lo siente. Su instinto no falla. Su paciencia, tampoco. Así que parece distraída, inmersa en los juegos futiles de los roces sociales. Que la cena, los brindis, el champagne. -Mirá como baila ese, qué lindo vestido...
Nadie sospecha la tensión del rastreo, ni los sentidos alertas. Tampoco las señales que mandan sus caderas danzantes, el torso generoso, los hombros abiertos, oferentes, la piel tersa, el bronceado perfecto.
Transcurre el jolgorio, dejando atrás la cena y el sorteo. El tiempo no pregunta. Sólo corre, incansable. Pero eso no la preocupa. Sabe bien que el momento llega cuando es adecuado.
Por fin lo detecta. De no ser por el breve cimbrar de sus mandíbulas y la imperceptible erección de los cabellos de la nuca, nada parece alterar su efigie. Sin embargo el interior bulle. La adrenalina tensa los músculos...Todavía no. Percibe el ambiente que lo rodea. Es un hermoso ejemplar: complexión firme, estatura apenas mediana. Todos los accesorios. Las curvas suficientes para una relación de fuerzas favorable. Lo rondan algunas cachorras, pero eso no es problema, adivina, por la mueca cómplice que el le dirige desde la distancia. Los colmillos se expanden con la excitación. Infima, brilla en la comisura de sus labios un hilillo de baba. Se dispone a atacar.
Un rodeo distraído, para reconocer el terreno. Descubrir los mejores puntos de aproximación, los ángulos más favorables. Entre tanto, la recua, alrededor, barrunta indiferente. El baile acelera los cronómetros. Las burbujas del espumante oxigenan un poco de más el sistema nervioso, como un turbo intercooler. Se aflojan los frenos inhibitorios, encrespando el deseo.
Todo ocurre de repente. Muy rápido. Es un salto implacable. Ya la víctima yace en sus brazos, acollarada. La toma literalmente -la bebe- por el cuello. La presión de las garras es bastante para impedir cualquier peligro de fuga. La trampa, hechada, funciona, sin demora, pero sin prisa. El resultado está asegurado. El veneno lujurioso, ya fue inoculado.
....Afuera, después, la brisa fresca del aire acondicionado del auto. La noche estrellada festeja el zarpazo.
27/11/98.