El señor Gaveta tenía cajones para todo. Era un tipo respetable, tanto como cualquiera, y del mismo modo se ufanaba de haber llegado a cierta altura de la vida y tener todo bien ordenado. Un cajón para las cuentas bancarias; después de todo no le iba mal, el debe y el haber no se debían nada. Otro cajón para su ex mujer y la cuota de alimentos. Otro para los hijos, un cuarto para su madre, aquel otro para su mujer.Tenía cajones con llaves y fotos de otros tiempos. Cajones con ruedas, listos para hacer un viaje, si era menester partir.Tenía cajones por docenas, con libros que leyó, con libros que escribió, con poemas olvidados entre las hojas de los libros. Estaba el cajón con los secretos, que de tanto en tanto abría en las noches de insomnio.Un cajón para los vicios, sellado por prescripción médica.
Conocía bien la ubicación de cada cosa contenida e iba haciendo uso, conforme rutina o necesidad. Se aburría pues, un poco, no menos que cualquiera.
En la gaveta del tocador, junto a los remedios, los mejunjes, las cremas para afeitar y para quitar las arrugas; justo detrás del espejo, disimulado por el papel de la pared, tenía un pequeño cajón con la agenda telefónica de todas las mujeres a quienes había amado, en el mientras, en el antes y en el durante de su vida. Sólo por si acaso las contaba y, cada tanto, agregaba una nueva, descartaba otra o tachaba y reescribía algún nombre.
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