sábado, 8 de septiembre de 2007

y a mí que me im por ooo rta.. yo te en gooo un cha ancho oo...

Lo tenía desde pequeño. De días.
Le puso "Cachorro", porque no le gustaba el nombre clásico para los ejemplares porcinos de temprana edad: "Lechón mamón".
El nombre no evitó escenas desagradables. Don Suarez, el vecino, siempre atravesado por esa agresividad tan mezquina del resentido, la habitual actitud burlesca que asumen los hombres que han perdido tempranamente una pierna y lucen exageradamente orgullosos su ortopedia de palo, le decía cuando lo cruzaba en la vereda (el chanchito apenas de meses, una canallada): "¿Qué tal el Mamoncito?".
Los que no han criado en su propia casa un cerdo, quienes no se han desvelado por asearlos, por desbaratar el mito del prejuicio acerca de su suciedad, no saben lo entrañables que pueden resultar.
El lo llevaba a todas partes, al principio, como un sobre de dama, bajo el brazo. Después, cargándolo como un bebé, envuelto en una pañoleta de lana de varios colores, que contrastaban con el gris parduzco del pequeño animal. Mas adelante, lo conducía atado a una cadena metálica, sujeta a un collar de cinta bebé de 5 cm de ancho, color verde amor. No lo abandonaba nunca. Los cerdos no viven tanto como los humanos. Cada minuto en la vida porcina, equivale a muchos más de la vida del hombre. Cada espacio de soledad, lo sufriría como una eternidad.
Varios, casi todos, lo despreciaban por esto.
El cerdo macho llegó a tomar dimensiones de gran escala. Ya no cabía en su cama de plaza y media.
Lo mordía fuerte, de noche, cuando el hambre lo desvelaba y lo olía en la oscuridad, desvanecido por el sueño, a su lado.
Pero él lo comprendía, e incluso sabía que Cachorro sentía pena cuando veía sus cicatrices y vendas, productos de sus ataques instintivos.
No le dieron el puesto de enfermería en el Rawson, por Cachorro, por su insisitencia en llevarlo al trabajo, y dejarlo en la sala de mantenimiento.
La señorita Angélica, que antes de la llegada del cerdo había mostrado interés en planificar una vida común entre ambos, que daba señales claras cuando se lo cruzaba en la feria, o a la salida de misa de once, de pretender una relación amorosa a pesar de los 39 años de diferencia que ella le llevaba, un día lo marcó para siempre con aquella perorata: "Hasta un ganso me banco. Un lagarto overo, tal vez. Pero un chancho del tamaño del Fiat 600 de mi finado sobrino Alberto, ah, no... Eso, mi querido, eso no".
"La gente es mala. No sabe lo que se pierden, no entienden", pensaba.
Era feliz, a pesar de todo.
Los que aman a los cerdos, los que acicalaron a uno alguna vez, los que vaciaron sus colonias en uno de estos especímenes, saben que el precio vale la pena.
"Si un día me muero, háganme salamines y bondiolas, y alimenten a Cachorro", escribió con una temblorosa cursiva (el animal le había arrebatado dos dedos, ignorando la abstinencia de carne, aquel lluvioso viernes santo). Firmó al terminar sus garabatos, impresos en un papel madera de envoltorio, con notables lamparones de sangre.
Con una delicadeza irreprochable, lo guardó en un cajón de su mesa de luz, en un sobre dirigido al "Sr. Luis Juez", como creía haber visto en varias películas, a los personajes que anunciaban su segura desaparición. Una carta sin efecto, lamentablemente. Se la comió Cachorro, el día de la tentación omnívora, junto al potus, el combinado, el mueble bajo mesada, el desodorante de ambientes y su antebrazo derecho.
Tres días después el ataque fue mortal.
Eso es lo malo de los porcinos: cuando les ataca el hambre, es dificil hacerlos entrar en razón.

melange

Una mélange de notas musicales sin sentido me despertó en la madrugada. Alguien se había apoyado en el piano de la planta baja de manera muy brusca y aquel mueble, más que sonido, había lanzado un ruido ensordecedor. Estaba despierto, despabilado y asustado. Sólo podía ver una mancha de humedad, que alumbrada con un incipiente rayo de luna que entraba por la ventana tomaba extrañas formas.
Decidí levantarme. Era entendible que a mis diez años sintiera miedo de recorrer la casa a oscuras. Quizás por eso, enfilé casi instintivamente hacia la habitación de mis padres.
Atravesé el marco de la puerta y el terror me traspasó nuevamente. En la cama de mis padres todo era desolación, sus sábanas y colchas, todas desordenadas me hacían pensar en que habían tenido algún problema. Pero en realidad, creo que el miedo más grande que sentía en ese momento, tenía que ver conmigo, debía encontrarlos, estaba sólo.
Retomé el pasillo de la planta alta tomándome con mi mano izquierda de la baranda. Caminé algunos pasos más cuando de repente tuve ante mis ojos el cuadro más aterrorizador que me había tocado ver en mi joven vida. Allí abajo estaba el piano que tan violentamente me había despertado. Pero esta vez, aquel instrumento en el cual mi madre solía interpretar el Concierto de Bradenburgo Nº3 de Bach, o Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, tenía la octava central cubierta de sangre. Cubierta de sangre y de una sustancia blanquecina.
El terror estaba totalmente declarado. Me eché a correr. Primero me dirigí hacia a la ventana que daba a la calle y no pensaba en otra cosa que en arrojarme al vacío. Pero todo iba de mal en peor, al abrir los postigos un viento arenoso me encegueció y en cuanto me pude ayudar con las manos cubriéndome la frente sólo pude divisar campo. Un eterno trigal comenzaba en nuestra casa y desaparecía en el horizonte. ¿Dónde estaba nuestro barrio, la casa de la señora Scarano, que vivía enfrente a nosotros, el enorme algarrobo que cubría nuestra ventana del living?
Corrí nuevamente, esta vez hacia la parte trasera de la casa, pero tropezaba una y otra vez, me levantaba. El camino enredado de los pasillos hacia el fondo de la casa parecía no querer llegar nunca a destino. Finalmente me encontré frente a la ventana trasera. Puse mis manos sobre las trabas de la ventana, y antes de abrir cerré los ojos suplicando ver mi hamaca y la medianera de la casa de Simón Molina. Pero nada. Todo era un inmenso campo, un trigal que abarcaba toda mi mirada. Mi casa estaba sola en el mundo y en ella yo. Más solo.
Pero quería huir. No sabía adónde. Empecé a correr hacia la habitación de mis padres nuevamente. Yo sabía que mi papá guardaba las llaves de su R11 en la mesita de luz. Y ahí estaban. Las agarré y me dirigí hacia el garage en busca de mi salvación. Ese medio de trasporte sería un medio para alejarme, para perder el miedo.
Bajé las escaleras saltando, sin miedo a caerme y súbitamente me encontré frente a la puerta del garage. Giré el picaporte, abrí la puerta y una sensación de terror volvió a correr por todo mi cuerpo. El R11 no estaba.
Me encontraba totalmente perdido. Mis padres no estaban en casa. Yo había escuchado ruidos provenientes del piano y el piano estaba enchastrado con sangre y un líquido lechoso, viscoso. Mi casa seguía siendo mi casa, pero afuera nada era igual. ¿Qué había pasado? me preguntaba.
De repente, en el mismo garage, me pareció escuchar un resople, algo así como un bufido. Comencé a girar lentamente mi cabeza hacia atrás y ahí lo vi. Un relincho estridente pronunció aquel tobiano cuando hicimos contacto visual.
A partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Yo quería huir a no sé dónde, él parecía estar allí por esas casualidades del destino, para ayudarme.
Pegué un salto y en un segundo estaba arriba del maravilloso equino. Pero el animal no quería caminar. Pensé que era porque el portón estaba cerrado, me bajé, lo abrí y el caballo nada.
Fue entonces cuando tuve una revelación. Corrí hasta la cocina, tomé un paquete grisines y me subí nuevamente al caballo. Intenté darle una nueva oportunidad musitándole “arre” al oído, pero aquel bicho seguía allí, tan inmóvil como una estatua. El tobiano no me dejó otra opción, respiré profundo y le metí un grisin por el orto.
Fue mágico, literalmente. El caballo, primero caminó entre el trigal, luego, a medida que yo con todas mis fuerzas le introducía el grisin más profundamente, comenzó a trotar, luego a galopar y cuando, a manera de estocada final le hundí el gluten e incluso algunos de mis dedos, echó a volar.
Y así voló por la inmensidad del cielo, y yo también. A veces desaparecíamos entre los nubarrones y volvíamos a aparecer. A medida que nos elevábamos, mi casa se veía cada vez más pequeña, lo mismo que aquel miedo que me había embargado el alma unos instantes previos. Todo lo feo desaparecía lentamente.

tecla

Barrio Altamira, 6:00 A.M.
Edgardo y su borrachera ensayan el paso inadvertido para ingresar a su casa. Encuentran la llave y la enhebran en el ojo del cerrojo después de mucho intentar. Entonces emprenden la sigilosa aventura de deslizarse sin romper nada en el camino de ascenso hacia el lecho matrimonial.
Su esposa aparentemente duerme, los niños también. Atraviesa la recepción sin cometer infracciones e ingresa al living sin encender ni una sola luz al pasar.
Se quitan el abrigo y con un mínimo nivel de ruido logran evitar un estornudo, pero en la ceguera de su entusiasmo no alcanzan a distinguir entre una baranda de escalera y la tapa abierta de un piano. Meten la pata hasta el fondo, mejor dicho las manos, y lo hacen sonar.
Súbitamente el ruido de las cuerdas rompen con la armonía del hogar y se enciende la luz del altillo. Una la señal de alerta se activa en la sala de controles de la cabeza de nuestro amigo. ¡Pronto! ¡Piensa rápido idiota! ¡Ve y encuentra un disfraz!
Edgardo logra rescatar de entre la ropa sucia una bata rosada, vierte en un vaso un poco de leche sobrante de la cena del gato, luego vuelve a la escena del crimen aparentando desvelo, con suma naturalidad. Desvía su mirada hacia la escalera mientras juega con una tecla cualquiera del piano. Marta se aparece y no dice nada, sólo le mira los zapatos bañados de vómito y suciedad.

FIN