Una mélange de notas musicales sin sentido me despertó en la madrugada. Alguien se había apoyado en el piano de la planta baja de manera muy brusca y aquel mueble, más que sonido, había lanzado un ruido ensordecedor. Estaba despierto, despabilado y asustado. Sólo podía ver una mancha de humedad, que alumbrada con un incipiente rayo de luna que entraba por la ventana tomaba extrañas formas.
Decidí levantarme. Era entendible que a mis diez años sintiera miedo de recorrer la casa a oscuras. Quizás por eso, enfilé casi instintivamente hacia la habitación de mis padres.
Atravesé el marco de la puerta y el terror me traspasó nuevamente. En la cama de mis padres todo era desolación, sus sábanas y colchas, todas desordenadas me hacían pensar en que habían tenido algún problema. Pero en realidad, creo que el miedo más grande que sentía en ese momento, tenía que ver conmigo, debía encontrarlos, estaba sólo.
Retomé el pasillo de la planta alta tomándome con mi mano izquierda de la baranda. Caminé algunos pasos más cuando de repente tuve ante mis ojos el cuadro más aterrorizador que me había tocado ver en mi joven vida. Allí abajo estaba el piano que tan violentamente me había despertado. Pero esta vez, aquel instrumento en el cual mi madre solía interpretar el Concierto de Bradenburgo Nº3 de Bach, o Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, tenía la octava central cubierta de sangre. Cubierta de sangre y de una sustancia blanquecina.
El terror estaba totalmente declarado. Me eché a correr. Primero me dirigí hacia a la ventana que daba a la calle y no pensaba en otra cosa que en arrojarme al vacío. Pero todo iba de mal en peor, al abrir los postigos un viento arenoso me encegueció y en cuanto me pude ayudar con las manos cubriéndome la frente sólo pude divisar campo. Un eterno trigal comenzaba en nuestra casa y desaparecía en el horizonte. ¿Dónde estaba nuestro barrio, la casa de la señora Scarano, que vivía enfrente a nosotros, el enorme algarrobo que cubría nuestra ventana del living?
Corrí nuevamente, esta vez hacia la parte trasera de la casa, pero tropezaba una y otra vez, me levantaba. El camino enredado de los pasillos hacia el fondo de la casa parecía no querer llegar nunca a destino. Finalmente me encontré frente a la ventana trasera. Puse mis manos sobre las trabas de la ventana, y antes de abrir cerré los ojos suplicando ver mi hamaca y la medianera de la casa de Simón Molina. Pero nada. Todo era un inmenso campo, un trigal que abarcaba toda mi mirada. Mi casa estaba sola en el mundo y en ella yo. Más solo.
Pero quería huir. No sabía adónde. Empecé a correr hacia la habitación de mis padres nuevamente. Yo sabía que mi papá guardaba las llaves de su R11 en la mesita de luz. Y ahí estaban. Las agarré y me dirigí hacia el garage en busca de mi salvación. Ese medio de trasporte sería un medio para alejarme, para perder el miedo.
Bajé las escaleras saltando, sin miedo a caerme y súbitamente me encontré frente a la puerta del garage. Giré el picaporte, abrí la puerta y una sensación de terror volvió a correr por todo mi cuerpo. El R11 no estaba.
Me encontraba totalmente perdido. Mis padres no estaban en casa. Yo había escuchado ruidos provenientes del piano y el piano estaba enchastrado con sangre y un líquido lechoso, viscoso. Mi casa seguía siendo mi casa, pero afuera nada era igual. ¿Qué había pasado? me preguntaba.
De repente, en el mismo garage, me pareció escuchar un resople, algo así como un bufido. Comencé a girar lentamente mi cabeza hacia atrás y ahí lo vi. Un relincho estridente pronunció aquel tobiano cuando hicimos contacto visual.
A partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Yo quería huir a no sé dónde, él parecía estar allí por esas casualidades del destino, para ayudarme.
Pegué un salto y en un segundo estaba arriba del maravilloso equino. Pero el animal no quería caminar. Pensé que era porque el portón estaba cerrado, me bajé, lo abrí y el caballo nada.
Fue entonces cuando tuve una revelación. Corrí hasta la cocina, tomé un paquete grisines y me subí nuevamente al caballo. Intenté darle una nueva oportunidad musitándole “arre” al oído, pero aquel bicho seguía allí, tan inmóvil como una estatua. El tobiano no me dejó otra opción, respiré profundo y le metí un grisin por el orto.
Fue mágico, literalmente. El caballo, primero caminó entre el trigal, luego, a medida que yo con todas mis fuerzas le introducía el grisin más profundamente, comenzó a trotar, luego a galopar y cuando, a manera de estocada final le hundí el gluten e incluso algunos de mis dedos, echó a volar.
Y así voló por la inmensidad del cielo, y yo también. A veces desaparecíamos entre los nubarrones y volvíamos a aparecer. A medida que nos elevábamos, mi casa se veía cada vez más pequeña, lo mismo que aquel miedo que me había embargado el alma unos instantes previos. Todo lo feo desaparecía lentamente.
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