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domingo, 28 de febrero de 2010
y a mí que me im por ooo rta.. yo te en gooo un cha ancho oo...
Lo tenía desde pequeño. De días.
Le puso "Cachorro", porque no le gustaba el nombre clásico para los ejemplares porcinos de temprana edad: "Lechón mamón".
El nombre no evitó escenas desagradables. Don Suarez, el vecino, siempre atravesado por esa agresividad tan mezquina del resentido, la habitual actitud burlesca que asumen los hombres que han perdido tempranamente una pierna y lucen exageradamente orgullosos su ortopedia de palo, le decía cuando lo cruzaba en la vereda (el chanchito apenas de meses, una canallada): "¿Qué tal el Mamoncito?".
Los que no han criado en su propia casa un cerdo, quienes no se han desvelado por asearlos, por desbaratar el mito del prejuicio acerca de su suciedad, no saben lo entrañables que pueden resultar.
El lo llevaba a todas partes, al principio, como un sobre de dama, bajo el brazo. Después, cargándolo como un bebé, envuelto en una pañoleta de lana de varios colores, que contrastaban con el gris parduzco del pequeño animal. Mas adelante, lo conducía atado a una cadena metálica, sujeta a un collar de cinta bebé de 5 cm de ancho, color verde amor. No lo abandonaba nunca. Los cerdos no viven tanto como los humanos. Cada minuto en la vida porcina, equivale a muchos más de la vida del hombre. Cada espacio de soledad, lo sufriría como una eternidad.
Varios, casi todos, lo despreciaban por esto.
El cerdo macho llegó a tomar dimensiones de gran escala. Ya no cabía en su cama de plaza y media.
Lo mordía fuerte, de noche, cuando el hambre lo desvelaba y lo olía en la oscuridad, desvanecido por el sueño, a su lado.
Pero él lo comprendía, e incluso sabía que Cachorro sentía pena cuando veía sus cicatrices y vendas, productos de sus ataques instintivos.
No le dieron el puesto de enfermería en el Rawson, por Cachorro, por su insisitencia en llevarlo al trabajo, y dejarlo en la sala de mantenimiento.
La señorita Angélica, que antes de la llegada del cerdo había mostrado interés en planificar una vida común entre ambos, que daba señales claras cuando se lo cruzaba en la feria, o a la salida de misa de once, de pretender una relación amorosa a pesar de los 39 años de diferencia que ella le llevaba, un día lo marcó para siempre con aquella perorata: "Hasta un ganso me banco. Un lagarto overo, tal vez. Pero un chancho del tamaño del Fiat 600 de mi finado sobrino Alberto, ah, no... Eso, mi querido, eso no".
"La gente es mala. No sabe lo que se pierden, no entienden", pensaba.
Era feliz, a pesar de todo.
Los que aman a los cerdos, los que acicalaron a uno alguna vez, los que vaciaron sus colonias en uno de estos especímenes, saben que el precio vale la pena.
"Si un día me muero, háganme salamines y bondiolas, y alimenten a Cachorro", escribió con una temblorosa cursiva (el animal le había arrebatado dos dedos, ignorando la abstinencia de carne, aquel lluvioso viernes santo). Firmó al terminar sus garabatos, impresos en un papel madera de envoltorio, con notables lamparones de sangre.
Con una delicadeza irreprochable, lo guardó en un cajón de su mesa de luz, en un sobre dirigido al "Sr. Luis Juez", como creía haber visto en varias películas, a los personajes que anunciaban su segura desaparición. Una carta sin efecto, lamentablemente. Se la comió Cachorro, el día de la tentación omnívora, junto al potus, el combinado, el mueble bajo mesada, el desodorante de ambientes y su antebrazo derecho.
Tres días después el ataque fue mortal.
Eso es lo malo de los porcinos: cuando les ataca el hambre, es dificil hacerlos entrar en razón.
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