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miércoles, 24 de febrero de 2010
guerrero
Espera que la mujer le traiga el mate, sentado en la galería. A esa hora da el sol.
Es otoño y le gustan, después de la siesta, esos rayos, esa silla, esa quietud vegetal del patio trasero.
Se ha puesto rutinario con los años. La rutina es una buena amiga, pero los jóvenes se esfuerzan en denostarla.
Pero él ya no es joven.
Lo de la rutina lo descubrió ahora, de viejo. Disfrutar de la no sorpresa. Encantarse con lo cómodamente previsible.
"Este león se volvió manso", le dijo su hijo el domingo pasado, cuando él le comentó que prefería quedarse en casa, a tener que salir a cualquier parte.
Le gusta no pensar en nada.
Ya he pensado demasiado en la vida, se dice.
Pero es inevitable, y se la pasa pensando en alguna cosa.
Pero no las elige, ni las retiene. Deja que los pensamientos le lleguen, y permite, generosa y descuidadamente, que se vayan.
Recién pensaba en su primer empleo. Vaya a saber cómo ese recuerdo llegó a su mente.
Ahora piensa, mientras las mira, en sus manos. Le gustan porque describen el hombre que es, y el que ha sido.
Escucha que su mujer le pregunta algo, pero no llega a entender bien qué. Ya volverá a preguntar, se dice.
Levanta la cara hacia el sol y cierra los ojos.
Siente el calor tibio de marzo acariciándole los poros, demorándose en las arrugas.
Ha vivido.
Si te acercás, cuando abra los ojos, verás la fiera pasión de su alma.
No es la fuerza de los músculos, ni la melena, ni la estampa, ni el rugido... los leones se descubren como tales, en su mirada.
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