Hubo un momento en que lo ví. Viéndome. –sólo uno, si fuera posible distinguir el acontecimiento, separarlo, tomarlo por sí sólo-
Seguro que le extendí unos deditos apenas audibles.
Yo tenía tres años. Me va llevando treinta y seis marzos desde entonces.
Hubo peinados con medias can can en la cabeza y gominas varias, la lengua asomada entre los dientes -que aún se le ve como un rulo inconcluso, o una tapita de cerveza doblada, cuando concentrado, se distrae.
-Pienso que somos esas muecas que no nos vemos.
Aprendí con él la fascinación. Entre la desorientación y la aventura. Barrios perdidos en una nostalgia suburbial de fútbol y bicicleta, largas trajinadas entre bares.
Socios y opuestos. Cómplices a sopapadas. Unos días más que otros.
Hoy vuelan en sus manos las cuerdas de una guitarra española.
En esas mismas manos que levantaron su casa desde el cimiento.
Las notas conmueven con la cadencia de la lluvia del trópico,
ora vaporosas, ora torrenciales, siempre tibias. Armónicas.
Es un maestro con rumores de Segovia y de Vicki y Cristina Barcelona
Alegre en la tristeza. Con fina precisión en el trémolo, en el seisillo.
Alegre en la tristeza. Con fina precisión en el trémolo, en el seisillo.
Aún en las distorsiones metálicas de la borrasca.
Un mar infinito hace su sabiduría de calle.
De noche y asfalto.Tan tierna como tenaz. Necia y anárquica.
Como su mirada. Que es una melodía que no cesa,
que su mujer y su hijo tocan hasta el espejo.
Una Canción. Si tuviera que elegir una.
Esa manera simple de cautivar el tiempo.
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