lunes, 17 de septiembre de 2007

el encargo

El tipo contaba con la fama suficiente para ser un personaje publico en su comunidad, esa que podria competir con las de los famosos masivos, con escala, pero solo para los que vivien en una ciudad chica, de una provincia cansina y mediterranea.

Los políticos lo buscaban para que jugara para ellos, sabedores del reconocimiento, pero mucho más, enterados de que él podía intimidar cualquiera, con su trayectoria de peleas y temeridad varias veces probada.

Se cargó a varios, nadie sabe bien cuantos, cada muerto en un oscuro callejón nocturno, bien podía ser a causa de su puntería, o su navaja. Solo él podía saber a cuantos se despachó realmente, a cuantos vio en las pupilas el terror angustiado del último segundo antes de la muerte.

Ahora estaba recostado en la barra del bar LAS LUNAS, tomándose una grapa, la tercera consecutiva, pero muy lejos de la última de la noche.

Para sí, y con la vista clavada en la estantería de botellas semi vacias, o en la nada, sonreía apenas, y movía la cabeza, lento.

Esa tarde, lo habían venido a llamar, a eso de las siete y media, justo cuando las viejas empezaban a salir de la misa vespertina.

Lo buscaba un foráneo, que venía de un pueblo del norte.

Se le hizo que lo reclamaba para un encargo urgente, algo que tendría que hacer en las siguientes horas. "Importante ha de ser- pensó- si se hizo tantos kilómetros personalmente, y evitó intermediarios para disponer el asunto".

Se encontró con el hombre en el mismo bar donde ahora se lavaba la garganta con el fuego de la bebida, como asegurándose de que las cuerdas vocales siguieran sonando ásperas, roncas, remotas, como si la voz propia fuera de otro.

-Usted dirá, Molina

- Vengo a pedirle un trabajo

- Usted dirá, Molina

- Necesito que se llegue hasta la casa del profesor Bosch. Lo conoce?

- Siga

- Es que ahí está viviendo una hermana del profesor, una que ha venido hace unas semanas, mandada por la madre.

El hombre local lo miraba, sin demostrar curiosidad, ansiedad, indiferencia, nada.

- Yo la estoy pretendiendo, y la madre no me acepta. Soy viudo, con tres hijos, pero no me va mal con los negocios, y tengo buenas intenciones...

No esperaba que esa sea la naturaleza de la situación. No pudo evitar la sorpresa. Levantó una ceja y movió el mentón, como diciendo, otra vez: Siga...

- Quiero que vaya a lo de Bosch, y le diga a quien lo atienda que Miguel Molina ha venido a visitar a la niña Dolores, la Lola. Que solo quiere hablar en la plaza, una hora, el tiempo que sea... Solo verla y hablar, usted sabe...

Lo vio de nuevo, como si fuera por primera vez. Notó recién ahí cierto nerviosismo, la forma en la que los dedos repasaban el ala del sombrero de pana marrón. Las flores, en la silla vacía, entre las de ambos.

- Le voy a pagar. A usted no se le van a animar negarle nada. Estuve pensando mucho, y averiguando en todo Rio Cuarto. Es obvio: usted es la mejor opción que tengo para que me dejen verla.

Todavía no tenía muy claro por qué aceptó. Ni siquiera le puso precio, aunque recibió sin ver, sin contar, los billetes que le dio el galleguito cuando él se estaba levantando, en silencio, sin haber contestado por si o por no, sin haber dicho nada.

Desde ese bar esquinero, los vio. Sentados en la plaza. Ella con el ramo en el regazo, el con el sombrero puesto. A unos metros del banco donde se ubicaba la pareja, la esposa del profesor Bosch, evidentemente incómoda.

Le gustó la historia. Estaba complacido de la ocurrencia. Después, medio disimulándolo y como si la cosa no le interesara tanto, había podido averiguar. La mujer había vuelto a Sarmiento. Se iba a casar con el viudo.

No era de contar nada, no le gustaba hablar. No era un alcahuete, ni una chismosa de pueblo. Pero si un improbable día se le ocurriera desparramar sus cuentos, su historial de hazañas, sus intervenciones temidas y extremas, hubiese contado de arranque la del gallego Molina y la hermana de Bosch, con el pecho repleto de orgullo.

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