viernes, 11 de abril de 2008




disculpen garbos, pero la greta toda entraba en un ojo de audrey...(marcelo dixit)

otro más y...
EL ROSTRO DE LA GARBO

La Garbo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enorme­mente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmen­te en una imagen humana como dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado abso­luto de la carne que no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de Valentino producía suicidios; el de la Garbo participa todavía del mismo reino de amor cortés en que la carne desarrolla senti­mientos de perdición.
Se trata sin duda de un admirable rostro-objeto. En La reina Cristina, película que se ha vuelto a ver du­rante estos años en París, el maquillaje tiene el espesor níveo de una máscara, no es un rostro pintado, sino un rostro enyesado, defendido por la superficie del color y no por sus líneas; en esa nieve a la vez frágil y com­pacta, los ojos solos, negros como una pulpa caprichosa y para nada expresivos, son dos cardenales un tanto temblorosos.
En su enorme belleza, ese rostro no dibujado sino más bien esculpido en la lisura y lo frágil, es decir, perfecto y efímero a la vez, incorpora la cara harinosa de Chaplin, sus ojos de vegetal sombrío, su rostro de tótem.
Pero la tentación de la máscara total (la máscara antigua, por ejemplo) tal vez implique menos el tema del secreto (caso de las semimáscaras italianas) que el de un arquetipo del rostro humano. La Garbo mostraba una especie de idea platónica de la criatura y esto explica que su rostro sea casi asexuado, sin que por ello resulte dudoso. Es cierto que la película (alternati­vamente, la reina Cristina es mujer y joven caballero) se presta a esa indivisión, pero allí la Garbo no realiza ninguna actuación de travesti: siempre es ella misma, un fingir lleva bajo su corona o bajo sus grandes sombreros gachos el mismo rostro de nieve y soledad. Es indudable que su sobrenombre de Divina apuntaba me­nos a traducir un estado superlativo de la belleza que a la esencia de su persona corporal, descendida de un cielo donde las cosas se conforman y acaban con la mayor pureza. Ella lo sabía; cuántas actrices han con­sentido en dejar ver a la multitud la inquietante madu­rez de su belleza. Ella no: no era posible que la esencia se degradara, hacía falta que su rostro no tuviera ja­más otra realidad que la de su perfección intelectual, más aún que plástica. Poco a poco, la Esencia se ha oscurecido, se ha cubierto progresivamente con anteojos, capellinas y exilios, pero jamás se ha alterado.
Sin embargo, en ese rostro deificado se dibuja algo más agudo que una máscara: una suerte de relación voluntaria y por lo tanto humana entre la curvatura de las fosas nasales y el arco ciliar, una función extraña, individual, entre dos zonas de la cara; la máscara no es más que una adición de líneas, el rostro es ante todo la recordación temática de unas a otras. El rostro de la Garbo representa ese momento inestable en que el cine extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo va a inflexionarse hacia la fasci­nación de figuras perecederas, cuando la claridad de las esencias carnales va a dar lugar a una lírica de la mujer.Como momento de transición, el rostro de la Gar­bo concilia dos edades iconográficas, asegura el paso del terror al encanto. Como se sabe, hoy estamos en el otro polo de esta evolución: el rostro de Audrey Hepburn, por ejemplo, está individualizado, no sólo por su temática particular (mujer-niña, mujer-gata), sino también por su persona, por su especificación poco menos que única del rostro, que ya no tiene nada de esencial sino que está constituido por la complejidad infinita de las funciones morfológicas. Como lenguaje, la singularidad de la Garbo era de orden conceptual; la de Audrey Hepburn es de orden sustancial. El rostro de la Garbo es idea, el de la Hepburn es acontecimiento.







Unos párrafos de "mitologías", de Barthes, para lo que gusten






SAPONIDOS Y DETERGENTES

El Primer Congreso Mundial de la Detergencia (París, septiembre de 1954) ha autorizado al mundo a sucum­bir a la euforia por Omo: *los productos detergentes no sólo no tienen ninguna acción nociva sobre la piel, sino que es posible que puedan salvar de la silicosis a los mineros. Esos productos, desde hace algunos años, son objeto de una publicidad tan masiva, que hoy for­man parte de esa zona de la vida cotidiana de los franceses a la que los psicoanalistas, si estuvieran al día, deberían sin duda tomar en cuenta. En ese caso sería
útil oponerle el psicoanálisis de los líquidos purificadores (lejía), al de los polvos saponizados (Lux, Persil) o detergentes (Raí, Paic, Crio, Omo). Las relaciones del remedio y del mal, del producto y de la suciedad, son muy diferentes en uno u otro caso.
Por ejemplo, las lejías han sido consideradas siem­pre como una suerte de fuego líquido cuya acción debe ser cuidadosamente controlada, en caso contrario el objeto resulta atacado, "quemado"; la leyenda implícita de este género de productos descansa en la idea de una modificación violenta, abrasiva, de la materia; las ga­rantías son de orden químico o mutilante: el producto "destruye" la suciedad. Por el contrario, los polvos son elementos separadores; su papel ideal radica en liberar al objeto de su imperfección circunstancial: ahora se "expulsa" la suciedad, no se la destruye; en la imagi­nería Omo, la suciedad es un pobre enemigo maltrecho y negro, que huye presuroso de la hermosa ropa pura, ante la sola amenaza del juicio de Omo. Los cloros y los amoniacos, indudablemente, son los delegados de una suerte de fuego total, salvador pero ciego; los pol­vos, en cambio, son selectivos, empujan, conducen la suciedad a través de la trama del objeto, están en fun­ción de policía, no de guerra. Esta distinción tiene sus correspondencias etnográficas: el líquido químico pro­longa el gesto de la lavandera que friega su ropa; los polvos, remplazan al del ama de casa que aprieta y hace girar la ropa a lo largo de la pileta.
Pero dentro del orden de los polvos, hace falta opo­ner, asimismo, la publicidad psicológica a la publicidad psicoanalítica (utilizo esta palabra sin asignarle una significación de escuela particular). La blancura Persil, por ejemplo, funda su prestigio en la evidencia de un resultado; se estimula la vanidad y la apariencia social mediante la comparación de dos objetos, uno de los caíales es más blanco que el otro. La publicidad Omo también indica el efecto del producto (en forma super­lativa, por supuesto), pero sobre todo descubre el pro­ceso de su acción; de esta manera vincula al consumidor en una especie de modus vivendi de la sustancia, lo vuelve cómplice de un logro y ya no solamente bene­ficiario de un resultado; aquí la materia está provista de estados-valores.
Orno utiliza dos de esos estados-valores, bastante nuevos dentro del orden de los detergentes: lo profun­do y lo espumoso. Decir que Orno limpia en profundi­dad (ver el cortometraje publicitario) es suponer que la ropa es profunda, cosa que jamás se había pensado y equivale, sin duda, a magnificarla, a establecerla como un objeto halagador para esos oscuros impulsos a ser cubiertos y a ser acariciados que existen en todo cuerpo humano. En cuanto a la espuma, es bien conocida la significación de lujo que se le asigna. Ante todo, apa­renta inutilidad; después, su proliferación abundante, fácil, casi infinita, permite suponer en la sustancia de donde surge un germen vigoroso, una esencia sana y potente, una gran riqueza de elementos activos en el pe­queño volumen original; finalmente, estimula en el con­sumidor una imagen aérea de la materia, un modo de contacto a la vez ligero y vertical, perseguido como la felicidad tanto en el orden gustativo (foies gras, entre­meses, vinos) como en el de las vestimentas (muselinas, tules) y en el de los jabones (estrella que toma su baño). La espuma inclusive puede ser signo de cierta espiri­tualidad en la medida que se considera al espíritu capaz de sacar todo de nada, una gran superficie de efectos con pequeño volumen de causas (las cremas tienen un psicoanálisis totalmente distinto: quitan las arrugas, el dolor, el ardor, etc). Lo importante es haber sabido enmascarar la función del detergente bajo la imagen deliciosa de una sustancia a la vez profunda y aérea que pueda regular el orden molecular del tejido sin atacarlo. Euforia que, por otra parte, no debe hacer olvidar que hay un plano donde Persil y Omo dan lo mismo; el plano del trust anglo-holandés Unilever.


EL POBRE Y EL PROLETARIO

El último chiste de Chaplin es haber hecho pasar la mitad de su premio soviético a las arcas del abate Fierre. En el fondo, esto equivale a establecer una igualdad de naturaleza entre el proletario y el pobre. Chaplin siempre ha visto al proletario bajo los rasgos del pobre: de allí surge la fuerza humana de sus repre­sentaciones, pero también su ambigüedad política. Esto resulta visible con claridad en ese film admirable que es Tiempos modernos. Ahí Carlitos roza sin cesar el tema proletario, pero jamás lo asume políticamente; nos ofrece un proletario aún ciego y mistificado, defi­nido por la naturaleza inmediata de sus necesidades y su alienación total en manos de sus amos (patrones y poli­cías). Para Chaplin, el proletario sigue siendo un hom­bre que tiene hambre. Y las representaciones del hambre siempre son épicas: grosor desmesurado de los sandwi­ches, ríos de leche, frutas que se arrojan negligentemente apenas mordidas. Como una burla, la máquina de ali­mentos (de esencia patronal) proporciona sólo alimentos en serie, pequeños y visiblemente desabridos. Sumer­gido en su hambruna, el hombre Carlitos se sitúa siem­pre justo por debajo de la toma de conciencia política; para él la huelga es una catástrofe, porque amenaza a un hombre totalmente cegado por su hambre; este hombre sólo alcanza la condición obrera cuando el po­bre y el proletario coinciden bajo la mirada (y los gol­pes) de la policía. Históricamente, Carlitos representa, más o menos, al obrero de la restauración, al peón que se rebela contra la máquina, desamparado por la huelga, fascinado por el problema del pan (en el sentido propio de la palabra), pero aún incapaz de acceder al conoci­miento de las causas políticas y a la exigencia de una estrategia colectiva.
Pero justamente, porque Carlitos aparece como una suerte de proletario torpe, todavía exterior a la revolución, su fuerza representativa es inmensa. Ninguna obra socialista ha llegado todavía a expresar la condición humillada del trabajador con tanta violencia y genero­sidad. Sólo Brecht, quizás, ha entrevisto la necesidad, para el arte socialista, de tomar al hombre en vísperas de la revolución, es decir, al hombre solo, aún ciego, a punto de abrirse a la luz revolucionaria por el exceso "natural" de sus desdichas. Al mostrar al obrero ya empeñado en un combate consciente, subsumido en la causa y el partido, las otras obras dan cuenta de una realidad política necesaria, pero sin fuerza estética.
Chaplin, conforme a la "idea de Brecht, muestra su ceguera al público de modo tal que el público ve, en el mismo momento, al ciego y su espectáculo; ver que alguien no ve, es la mejor manera de ver intensamente lo que él no ve: en las marionetas, los niños denuncian a Guignol lo que éste finge no ver. Por ejemplo, Carlitos en su celda, mimado por sus guardianas, lleva la vida ideal del pequeñoburgués norteamericano: cruzado de piernas, lee su diario bajo un retrato de Lincoln. Pero la suficiencia adorable de la postura la desacredita com­pletamente, hace que en adelante no sea posible re­fugiarse en ella sin observar la nueva alienación que contiene. Los más leves entusiasmos se vuelven vanos; al pobre se lo separa siempre, bruscamente, de sus ten­taciones. En definitiva, es por eso que el hombre Carli­tos triunfa en todos los casos: porque escapa de todo, rechaza toda comandita y jamás inviste en el hombre otra cosa que al hombre solo. Su anarquía, discutible políticamente, quizás represente en arte la forma más eficaz de la revolución.
* Las marcas de productos corresponden a las utilizadas en Francia. En cada país pueden hacerse las sustituciones del caso. [t. ]